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Al comienzo del siglo XX, en Argentina, la investigación arqueológica local floreció, y el trabajo en el noroeste prosperó con académicos como el Profesor de Arqueología Americana de Buenos Aires desde 1906, Juan Bautista Ambrosetti (1865–1917), quien fue pionero en la investigación estratigráfica en el noroeste en sitios como Tilcara, un sitio al que llamó la Troya argentina tras su descubrimiento en 1908. La siguiente generación produjo graduados como el antropólogo Felix Faustino Outes (1878–1939) y el principal discípulo de Ambrosetti, Salvador Debenedetti (1884–1930), quien escribió su tesis sobre la cerámica prehistórica del sitio de La Isla (Politis 1995: 199). Volviendo a Perú, el orgullo hacia las antigüedades precolombinas parece haber surgido solo en la década de 1890, en tiempos de un mayor esfuerzo por el desarrollo local (Patterson 1989: 38). En 1892 se creó una Junta Conservadora por Decreto Supremo y se encargó de la conservación de los monumentos y de la organización de excavaciones (Bonavia 1984: 110). En 1905 se creó el Instituto Histórico del Perú, y ese mismo año el gobierno se acercó al arqueólogo alemán Max Uhle para formar la colección central de un Museo Arqueológico Nacional. Uhle trabajó para el museo entre 1906 y 1911, primero en la sección de 'Arqueología y Tribus Salvajes' y desde 1907 como director. Las secuencias arqueológicas de la arqueología peruana ideadas por Uhle formarían la base para todo el trabajo subsiguiente en el área. Sin embargo, nunca abandonó su tesis difusionista para el desarrollo de la civilización andina. Esta ya había sido propuesta por el argentino Vicente Fidel López en la década de 1870. Sin embargo, en lugar de argumentar, como López, a favor del descenso ario de los incas, Uhle afirmó un origen chino para ellos (Quijada Mauriño 1996: 257–9; Rowe 1954). De esta manera, logró mantener la antigua cultura andina apartada de cualquier conexión con la civilización occidental. Al mismo tiempo, sostenía que la civilización inca había llegado desde fuera del continente de una manera similar a la nueva ola de civilización que estaba siendo traída por europeos como él, quienes de esta forma se legitimaban (Patterson 1989: 39; 1995a: 72). En 1911, el primer arqueólogo nativo de América Latina, un graduado en medicina de la Universidad de San Marcos en Lima, Julio Tello (1880–1947), obtuvo un doctorado en antropología en Harvard. Su papel en la arqueología peruana cae fuera del marco cronológico de este libro, pero su trabajo anuncia lo que estaba por venir, una recuperación definitiva del patrimonio nativo como parte del pasado nacional peruano.